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El espíritu y la cultura hispánica en la expresión popular Argentina

La expresión superior de un pueblo es su cultura, vale decir, el conjunto de conceptos religiosos, morales, científicos, sociales y políticos que fundamentan su vida colectiva y las obras estéticas creadas por sus artistas y literatos. El alma española resplandece en su cultura y encierra en su grandeza y profundidad todas las antinomias del mundo y de la vida: el misticismo arrobador y el sensualismo crudo, el optimismo aventurero y el pesimismo fatalista, la picardía chispeante y la gravedad severa, la generosidad caballeresca y la venganza iracunda, la arrogancia y la abnegación. Y por sobre todas esas múltiples facetas dos rasgos dominantes: el culto a la honra y el amor a lo hazañoso y a lo heroico.

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El alma hispana cuando vibra exaltada forja epopeyas. Ondas henchidas de ideal y de pasión despiertan súbitamente en ella, y la llevan a destinos trascendentales en la historia para realizar gestas imperecederas. Así, los formidables conquistadores de América agrandaron el mundo para enjambrar pueblos nuevos; los fervorosos místicos se elevaron al cielo para divinizar en el arte las imágenes humanas y humanizar las divinas; los literatos clásicos inmoralizaron en la lengua castellana los sueños de los poetas y la comedia y la tragedia de los hombres.

Al recorrer tierras de España he admirado con emoción las esencias de su ánimo: las he sentido en las viejas ciudades y en los campos, en las catedrales y en los claustros, en los palacios y en las casonas, en los señores y en los labriegos. Y tanto en los monjes de Zurbarán como en los Cristos de Morales, en las tallas del Montañes y de Alonso Cano, en los cuadros de Velázquez y de Goya, vemos esa intensa mezcla de exaltación idealista y de fuerte realismo que campea también en las páginas del Quijote.

El espíritu del pueblo argentino primogénito fue engendrado por el español; pero sus rasgos son más atenuados, su psicología más morigerada y sus destellos menos fuertes que los de este. Su expresión se refleja fielmente en el idioma: el nuestro tiene en el acento una dulzura de que carece el habla de España; el tono con que pronunciamos las voces refleja esa diferencia: es más apagado y más blando, como su nuestra tierra pródiga, nuestro clima benigno y nuestro cielo etéreo hubieran suavizado en los hijos la reciedumbre del alma materna.

Quien estudiara solamente la ciudad de Buenos Aires y su cultura creyendo que esta metrópoli condensa con fidelidad todos los aspectos de la Argentina, incurriría en error. Buenos Aires, como las grandes ciudades portuenses y los ricos centros mercantiles, es cosmopolita; alberga copiosamente a hombres de todas las razas y se oye en sus calles la algarabía de todas las lenguas. La Argentina más genuina y característica está en las campañas, en las provincias. Las urbes populosas no tienen, por lo general, acentuado tipo nacional, ecepto aquellas que representan y conservan una tradición histórica de siglos. La fisionomía propia y la vida esencial de un país, sobre todo cuando es agrícola y pastoril, está en los campos, donde la geografía y las fuerzas telúricas de cada comarca determinan la idiosincrasia de los aborígenes y hasta influye en su tipo físico.

No solamente el espíritu nacional en su aspecto elemental y agreste, colorido y pintoresco, se destaca con más claridad en el terruño, sino que el lenguaje brota allí más puro y lozano, y las palabras y los giros campesinos se modulan en tono peculiar y vibran más expresivos, como el canto de las aves bajo los árboles o entre las mieses. El contacto directo con la tierra comunica así intensamente esa emanación misteriosa que da Patria a los hombres y a las cosas. Con razón dijo Ganivet que lo más permanente en un país es el espíritu del territorio.

El aluvión cosmopolita salpica la lengua con voces extrañas que ensucian y afean el habla. En las ciudades es donde pululan y se propagan con más intensidad los barbarismos. He oído decir, a viejos criollos en la pampa y en las provincias, voces nativas rústicas y locuciones castellanas arcaicas, fuertes, coloridas o sutiles impregnadas de gracia picante. En un rancho de Amaicha, en el fondo de los valles, Juan Alfonso Carrizo dice en su Cancionero Popular de Salta, que oyó cantar viejos romances españoles del siglo XVII y coplas impregnadas del hálito hispánico de ese siglo y del XVIII. En la pampa, para no citar sino un ejemplo, el gaucho dice como la expresión más ponderativa “es de mi flor”, y como observa Tiscornia en sus investigaciones sobre nuestro lenguaje, llama a una mujer hermosa “la flor del pago”. Comparemos este léxico con la jerga de suburbio y las expresiones arrabaleras que manchan con su vulgaridad el habla de la plebe en Buenos Aires.

La irradiación espiritual de un pueblo surge pura y definida en los campos – como he dicho – donde el hombre está en contacto directo con la tierra; ella se empaña y adultera en las ciudades metropolitanas. Las grandes urbes son, en general, cosmopolitas, todas ellas se asemejan en las formas de vida, en sus manifestaciones expresivas y en sus problemas, diferenciándose sólo en matices que no destacan con nitidez los rasgos típicos del país.

Así, la médula de los pueblos industriales y mercantiles está en los grandes centros manufactureros y en los puertos, los que tienen fisonomía internacional y cuyas masas obreras y proletarias aparecen con un aspecto análogo. Pero, en las naciones agrícolas y pastoriles, como la nuestra, todavía la vida genuina, con sus líneas y su espíritu propios, está en los campos.

Por copiosa que sea la afluencia foránea traída por la inmigración a nuestras pampas, a nuestras selvas y a nuestras montañas, estas conservan su atmósfera original con toda la fuerza de su naturaleza virgen, la que se imprime intensamente en el hombre que allí nace y se desarrolla dándole un tipo inconfundible. Es en esas masas argentinas, hijas en gran parte de los conquistadores y pobladores españoles que arraigaron en nuestra tierra, donde el alma y las tradiciones de España perduran hoy, vibrantes todavía en el espíritu y en la expresión popular.

El desarrollo y la evolución cultural de la ciudad de Buenos Aires desde 1810 hasta fines del siglo XIX, demuestran que en gran parte el grupo porteño ilustrado se alejó de España, procurando romper todo vínculo intelectual con la madre patria. Personalidades eminentes de dos generaciones argentinas, de Rivadavia a Sarmiento, a Alberdi y a Juan María Gutiérrez, se afanaron en proscribir la influencia hispánica, contra la que se vociferó tachándola de retrógrada y oscurantista. Ello se debía a la impetuosa corriente liberal venida principalmente de Francia.

Esta aversión a lo español proclamada por una minoría selecta de la sociedad porteña fue determinada, además, por la prédica que se hizo durante la guerra de nuestra independencia para consolidar nuestra emancipación. Lo prueba, entro otros muchos hechos, la fundación de sociedades literarias como la del “Buen Gusto”, en 1817, destinada a fomentar la difusión en Buenos Aires del teatro extranjero para suprimir las representaciones del español. Más tarde, Esteban Echeverría trajo de París el fuego del romanticismo francés que inflamó el alma de la juventud de 1830. Esos mismos jóvenes fueron los unitarios desterrados por Rosas, a quien combatieron no solo para derrocar la dictadura política sino también porque dicho gobernante, apoyado por su pueblo, encarnaba la anti-revolución francesa y el sentimiento religioso, nacionalista e hispano-americano, contra el liberalismo y la influencia extranjera.

Pero si un reducido sector de la sociedad urbana se divorció de España, la gran masa de los argentinos mantuvo vivo el espíritu de la madre patria; y podemos afirmar con ufanía que la cultura hispánica, con sus maestros que representan altos valores de la mentalidad europea, es estudiada y apreciada hoy en todo su significado y amplitud en nuestra Universidad, en los centros científicos y en los círculos intelectuales.

En la pampa y en las montanas, entre los gauchos, los arrieros y los campesinos criollos es donde habla con más fuerza el alma tradicional. Esa alma late no solo en viejos vocablos y rancios modismos sino también en las formas expresivas de la sensibilidad y de la psicología popular. El folklore argentino, en una considerable porción de sus manifestaciones, es fruto y flor de semilla genuinamente española. Basta para probarlo echar una rápida ojeada a nuestros cancioneros y refraneros, publicados con estudios enjundiosos, como la notable obra de Juan Alfonso Carrizo y las interesantes de Ciro Bayo, de Jorge M. Furt, de Lehman Nitsche y de Draghi Lucero. El erudito trabajo sobre “Martín Fierro”, de don Eleuterio Tiscornia, riquísimo de información literaria y filológica, confirma mi aserto.

Al lado de la gran poesía individualizada, que es obra superior de toda literatura, la vena lírica popular viértese armoniosamente en las coplas, en los cantares, en los romances anónimos, entonados al son de la guitarra por nuestros paisanos.

Esos cantos palpitan en el fondo del pueblo, penetran en todas partes, cambian de formas, se tiñen con matices diversos según las comarcas que atraviesan y se arraigan en el corazón de las gentes, conservando, por siglos y a través de las generaciones, la misma esencia psicológica que los inspiró. Y al modular sus ritmos y al pronunciar sus palabras, el pueblo los incorpora a su propio ser, volcando en ellos sus anhelos y sus amores, sus cuitas y sus nostalgias, su fantasía y sus angustias.

La mayoría de esos cantos proceden de España, en su integridad o en su germen; son viejos casi todos, algunos vienen desde tiempos muy remotos, muchos nacieron en humilde cuna plebeya y otros son de alcurnia suntuosa, porque se han desprendido de poetas y de poemas clásicos del Siglo de Oro.

Ciro Bayo anota, en su “Romancerillo del Plata”, que oyó en la provincia de Buenos Aires muchas poesías de Castilla y de otras regiones de la Península. Un capataz de estancia le recitó el viejo romance del “Conde Don Nuño”. El llamado de “Don Claros”, de sabor arcaico, es cantado por los gauchos al bailar el gato:

“Don Claros con la Infantita
Está bailando en Palacio,
El viste terno de seda
Ella falda de brocado,
A cada paso de danza
Va diciendo el Conde Claros:
A la huellita huella
Dame la mano,
Como se dan la mano
Los cortesanos.
La Infantita al oír esto
Se aparta a un lado.
A la huellita huella,
Canta Don Claros,
No hay mujer que no caiga
Tarde o temprano”.

Jorge Furt en su “Cancionero Rioplatense”, registra una considerable cantidad de coplas españolas, por ejemplo ésta que es la cuarteta inicial de un cantar que tanto Rodríguez Marín, cono Narciso Alonso Cortés, lo recogieron, aquel en los “Cantos Populares Españoles” y éste en “Los Cantares de Castilla”:

Cinco sentidos tenemos,
Los Cinco los precisamos,
Y los Cinco los perdemos
Cuando nos enamoramos”.

Otra copla, entre muchísimas del mismo origen, es entonada por nuestros paisanos:

“Puse mi amor en un peso
Y se quebró la balanza,
Quien bien ama tarde olvida,
Quien porfía mucho alcanza”.

Los versos finales de esta cuarteta provienen de la antigua poesía castellana “Romance del Conde Alarcos”. Rodríguez Marín y Alonso Cortés citan en sus “Cancioneros” la siguiente copla castellana que Jorge Furt la escuchó en nuestra llanuras:

“Por esta calle a lo largo
Anda un gavilán perdido,
Que dice ha de sacar
La paloma de su nido”.

Y esta otra, que es una reminiscencia de Manrique:

“La vida es como un arroyo
Que va perderse a la mar,
Hoy cruza campo de flores
Mañana seco arenal…”.

Ciro Bayo escuchó en los partidos bonaerenses de Bragado y Tapalqué, el cantar siguiente:

“A Cupido le han muerto
Detrás de un choche.
¿Quién le manda ha Cupido
Andar de noche?”

Tal copla se cantaba en Madrid con motivo del asesinato del Conde de Villamediana, quién fue modelo que tomó Tirso de Molina para personificar a Don Juan Tenorio, de suerte que data del siglo XVII y es hoy tan corriente en nuestra campaña, dice el “Romancerillo del Plata”, que difícilmente habrá payador que la ignore.

Si de la región pampeana vamos a los Andes encontraremos siempre a España en nuestro folklore. Juan Draghi Lucero en su Cancionero Popular Cuyano “registra numerosas poesías iguales a las compiladas por Menéndez Pidal en su libro Flor Nueva de Romances Viejos.” Algunas evocan los tiempos pretéritos y otras son de épocas más modernas. He aquí algunos ejemplos. Los niños de las escuelas corean lo siguiente:

“Cuando salen los navíos
Cargaditos de españoles
Cayó un marinero al agua
Y se le presentó el demonio
Diciéndole estas palabras…”

Menéndez y Pelayo cita este romancero y sus distintas variaciones en el tomo décimo de la “Antología de poetas líricos castellanos”. El romance de Delgadina, estudiado por Menéndez y Pelayo, Milá, y Fontanals, Menéndez Pidal y otros eruditos críticos, está difundido en la Provincia de San Juan y en todas las regiones andinas.

Los cancioneros de Catamarca, de Tucumán, de Salta, de Jujuy, que comprenden miles y miles de composiciones líricas tomadas en el terreno mismo por Juan Alfonso Carrizo, y comentadas en su obra nutrida de erudición, nos muestra el influjo hispánico en nuestro folklore literario. Como ejemplo de modificaciones hechas aquí a coplas españolas Carrizo expone el de la siguiente cuarteta, que en forma originaria es así:

“El amor es una planta
Que nace del corazón,
Muchas veces echa tallos
Pero pocas echa flor.”

Los paisanos argentinos no entendieron la metáfora encerrada en los dos últimos versos, y no usan la palabra tallo, pero conservaron los dos primeros cambiando los últimos así:

“El amor es una planta
Que nace del corazón,
Si  la riegan con desprecio
Se secará con razón.”

En los valles de Tucumán, Carrizo oyó el siguiente cantar:

“El amor ha de ser uno
Eso bien lo sabés vos,
No tiene amor con ninguno
La mujer que quiere a dos.”

Esta copla es exactamente igual a la registrada en España por Rodríguez Marín en sus “Cantos Populares”.

La siguiente canción recogida en el “Cancionero Popular Gallego” de José Pérez Ballesteros:

“Esta niña gargantita
Non a fisco un carpinteiro,
Si queredes que vos cante
Habedes de dar diñeiro.”

La escuchó cantar Juan Alfonso Carrizo en Jujuy, incluyéndola en el Cancionero de esa Provincia en esta forma:

“Mi garganta no es de palo
Ni hechura de carpintero,
Si quieren que yo les cante
Demen chichita primero.”

En fiestas jujeñas, Carrizo escuchó el siguiente canto proveniente de una conocida seguidilla española:

“Por Dios, si no me quieres,
Quo no me mires;
No me cautives,
No me mires más;
No me pongas cadenas
Que no has de quitar.”

En Cochinoca, el mismo investigador de nuestro folklore anotó que un muchacho que cabalgaba en una mula entonaba la siguiente copla popular en España:

“Cuando dos se quieren bien
Y no se pueden hablar,
Los ojos sirven de lengua,
Para más disimular.”

El romance de “Blanca Flor y Filomena” está generalizado entre nuestros payadores norteños, pero con alteraciones respecto a la matría castellana. La conocidísima rima infantil que todos hemos coreado:

“Arroz con leche
Me quiero casar
Con una señorita
De cierto lugar.”

Es repetición de cantares asturianos y juegos infantiles de Extremadura.

Rodríguez Marín en sus “Cantos Populares Expañoles” trae esta copia:

“Cuando doblan las campanas
No doblan por los que mueren,
Doblan por los que están vivos
Para que de ellos se acuerden.”

La glosa argentina dice así:

“Este doble de campana
No es por el que murió
Sino porque sepa yó
Que puedo morir mañana.”

El tema de la muerte, de la fragilidad de las cosas y de lo efímero de la vida es fecundo para los trovadores españoles y lo es también para los nuestros. En Guacapampa, Provincia de Tucumán, Carrizo anotó esta glosa casi igual a la española registrada en el “Romancero y Cancionero Sagrados”, de Sancha:

“Nada en este mundo dura,
Perecen bienes y males,
Una triste sepultura
A todos nos cubre iguales.”

“Ya se acaba la lealtad
La soberbia y la grandeza
La avaricia y la riqueza
La pompa y la vanidad.”

“Se acaba toda maldad,
El garbo y la compostura.
Jamás hay cosa segura
De la que este mundo halaga.”

“Todo la muerte lo acaba,
Nada de esta vida dura.
…..etc.”

Esta poesía parece hija rimada de la página desoladora de Garcian en “El Criticón”, en la que refiriéndose al hombre “a quien siempre el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, el bien se le ausenta y los años huyen,” termina diciendo, como el predicador del Eclesiastes: “El tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila y el que ayer fue hombre hoy el polvo y mañana nada.”

Los guitarristas criollos no solo entonan versos anónimos sino también peosías de insignes españoles, Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Montemayor, Moreto, sin conocer, por supuesto, a esos poetas. En Tucumán y Salta se canta lo siguiente:

“Ven, muerte, tan escondida
Sin que te sienta venir,
Porque el placer de morir
No me torne a dar la vida.”

Esta poesía del siglo XV la recuerda Cervantes en el Quijote poniéndola en boca de la Condesa Trifaldi y fue glosada por Lope de Vega, Calderón, Montemayor y Moreto. Tal llamamiento al “placer de morir”, proclamado con unción por Santa Teresa y repetido tantas veces en la literatura castellana, es éxtasis de un misticismo sediento de infinito y de eternidad. Ello explica la fervorosa página de Juan de Mariana, único rayo de esperanza que nos alumbra en la carrera de la vida:

“Tu eres – exclama – el límite entre el tiempo y la eternidad,” “la inmensidad y el espacio, lo finito y lo infinito, lo accidental y lo absoluto; desata de una vez para siempre los lazos que me unen al tiempo y al espacio.”

El tema del amor, que siempre va misteriosamente unido al de la muerte, es también, en la Argentina, glosado de la poesía hispánica. He aquí esta muestra de nuestro cancionero de Tucumán, de Salta y del Norte Argentino:

“!Que encanto tienen tus ojos!
¿O son virtudes del cielo?
Si no me miras me matas
Y si me miras me muero.”

Rodríguez Marín registra en sus “Cantos Populares Españoles” una copla semejante. Es también muy parecida a una antiquísima y bella trova anterior al descubrimiento de América, que dice:

“Mirando es
De amores muero
Sin me poder remediar;
No os mirando, desespero
Por tornaros a mirar;
Lo uno crece en suspiro
Lo otro causa deseo
Del que peno cuando os miro
Y muero cuando no os veo.”

Esta trova recuerda al delicioso y conocido madrigal de Gutiérrez de Cetina:

“Ojos claros y serenos
Si de un dulce mirar sois alabados,
Porqué, si me miráis, miráis airados?”

Si después de espigar nuestro folklore literario analizamos las obras poéticas más genuinamente argentinas comprobamos que la influencia de la cultura hispánica es considerable e irresistible. “Martín Fierro” es el poema criollo por excelencia, la más acabada de interpretación del alma y de la vida gauchescas. Y bien, en el último y reciente libro de Azorín “En torno a José Hernández”, se traza un paralelo entre Martín Fierro a quien se llama “el inmortal caballero de la pampa argentina” y el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Detrás de Cervantes – dice – como al paño de una comedia estará José Hernández. En ese ensayo se compara a Hernández con Lope de Vega, señalando que de Lope tiene el autor de “Martín Fierro” el color, la música y el movimiento. No es de extrañar la aproximación que hace Azorín entre el poeta criollo y los grandes ingenios hispanos, porque es ánimo español con chiripá y bota de potro el que canta sus aventuras en la pampa. El sesudo y profundo estudio acerca de “Martín Fierro” hecho por Eleuterio Tiscornia, evidencia la filiación netamente española de este poema desde su primera estrofa:

“Aquí me pongo a cantar
Al compás de mi vigüela.”

Junto con la guitarra, observa Tiscornia, el gaucho recibió de la poesía popular andaluza la manera de cantar sus inspiraciones. Así empiezan una gran cantidad de cantares españoles, como éste:

“Aquí me pongo a cantar
A la sombra de la luna.”

Alonso Cortés y Rodríguez Marín citan numerosas coplas que comienzan de esa suerte.

Tomo al azar, de entre las eruditas notas de Tiscornia, unas cuantas muestras de las muchas españoladas que José Hernández puso en su obra maestra:

“Y naides se muestre altivo
Aunque en el estribo esté,
Que suele quedarse a pié
El gaucho más alvertido.”

Esta estrofa es adaptación del cantar español registrado por Lafuente que dice:

“Ninguno cante victoria
Aunque en el estribo esté,
Que muchos en el estribo
Se suelen quedar a pié.”

Otro ejemplo:

“Que son campanas de palo
Las razones de los pobres.”

Hernández repite aquí el arcaico refrán español: “a concejo ruyn campana de madero.”

La maldición del gaucho contra los comandantes militares de la frontera: “La codicia ojalá les ruempa el saco” es máxima expresada por Sancho en el Quijote: “Salí de mi tierra y dexé hijos y mujer … pero como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanças.”

Este otro verso:

“Es zonzo el cristiano macho
Cuando el amor lo domina.”

Proviene del siguiente cantar español, recogido por Lafuente en su Cancionero:

“Amores, amores tengo
No los quisiera tener,
Que un hombre se pone tonto
En queriendo a una mujer.”

Esta otra estrofa mana de fuente hispana:

“Cuando la mula recula
Señal que quiere cosiar,
Ansí se suele portar
Aunque ella lo disimula,
Recula como la mula
La mujer para olvidar.”

El símil de la mujer con la mula es común en refranes, cantares y seguidillas españolas, sobretodo andaluzas.

En la “Vuelta” de “Martín Fierro” abundan los hispanismos; así:

“Pues el viejo como el horno
Por la boca se calienta.”

Estos  versos son la repetición textual del refrán español del siglo XV: “El viejo y el horno por la boca se calientan.”

Las tiradas del Viejo Vizcacha están repletas de modismos, giros y refranes españoles. Como ejemplo citaré dos entre muchísimos:

“No se apure quien desea
Hacer lo que le aproveche,
La vaca que más rumea
Es la que dá mejor leche.”

Este dicho criollo está calcado en el siguiente refrán castellano: “Cabra ruiona, leche amontona”.

Y este otro:

“Que el hombre no debe creer
En lágrimas de mujer
Ni en la renguera del perro.”

En el refranero de Castilla aparecen frecuentemente asociados el perro y la mujer; como en la máxima “No es vero lágrimas en la mujer ni coxquear en el perro.” En el Cancionero Popular de Machado dice:

“Dos cosas hay en el mundo
Que no he podido creer;
En la cogera del perro
Y en lágrimas de mujer.”

Tiscornia al comentar la payada del Moreno con Martín Fierro observa que las cuestiones propuestas en el contrapunto son semejantes a las competencias de saber de los autos y comedias del antiguo teatro español. Hasta la última estrofa de Martín fierro que recuerda el viejo refrán castizo “No se dan palos en balde” está impregnada de hispanismo:

“Me tendrán en su memoria
Para siempre mis paisanos
Y aquellos que en esta historia
Sospechan que les doy palo
Sepan que olvidar lo malo
También es tener memoria.”

Los versos de Martín Fierro, no fueron resultado de una busca erudita de elementos ideológicos y literarios de la expresión popular española, sino que brotaron espontáneamente de la psicología y del habla de nuestros paisanos como flores silvestres admirablemente observadas y reflejadas por Hernández.

Este poema gauchesco, voz criolla auténtica del hijo genuino de la pampa, perdurará en la memora de nuestro pueblo aún cuando desaparezca el último gaucho y a pesar del caudaloso aporte de linajes extranjeros.

Así también los argentinos, por los siglos de los siglos, sentirán latir dentro de su alma a España y seguirán llamándola entrañablemente: Madre Patria.




Propietario del originalpor Carlos P. Ibarguren Uriburu
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