Notas |
- La vida de Sara Herrera de Aramburu fue ejemplo del temple y estoicismo que un tramo violento y turbio de la historia del país les exigió a personas desprovistas por completo de toda aspiración al poder y a la fama.
Casada con el oficial de infantería Pedro Eugenio Aramburu y madre de dos hijos, debió acompañar a su marido a lo largo de una carrera militar que las alternativas previas y posteriores al derrocamiento del régimen corporativo encabezado por Juan Domingo Perón hicieron desembocar, a fines de 1955, en su designación como presidente provisional de la República.
Esa etapa, también violenta y políticamente áspera, concluyó con la entrega del poder al presidente Arturo Frondizi. Pero no con la actividad política del general Aramburu, quien, tras reaparecer en el escenario nacional para intentar evitar la destitución de aquel mandatario, participó al frente del partido denominado Unión del Pueblo Argentino (Udelpa) en los comicios del 7 de julio de 1963, que elevó a la presidencia al dirigente radical Arturo Illia.
Pocos años después, hacia fines de 1969, la señora de Aramburu fue testigo directo y presencial de los esfuerzos políticos de su esposo para conducir a un desenlace institucional prudente al gobierno militar encabezado por el teniente general Juan Carlos Onganía.
El asesinato de Aramburu
Ese empeño determinó uno de los crímenes más deplorables de la historia política nacional: el secuestro y muerte de su marido por la Organización Montoneros, acción criminal que convirtió a la esposa e hijos de Aramburu en víctimas directas e inmediatas del avance acelerado de la violencia política sistemática que traería años de zozobra a millares de hogares y un desgaste inconmensurable a las instituciones y el prestigio del país.
Con el fallecimiento de Sara Herrera de Aramburu acaba de extinguirse, entonces, una vida silenciosamente testimonial.
Una vida que, lejos de dejarse embelesar por el resplandor vacuo del poder, sólo aceptó el deber familiar, cívico y religioso de soportar íntegramente la tristeza proveniente de los hechos más injustos, oscuros y dramáticos que pueden provenir de la degradación de la política.
"Nada puede ser más estimulante para nuestro pueblo que el semblante de esta mujer, herida repentinamente por el destino, entera siempre en su angustia, firme en sus convicciones, aferrada a la fe", dijo La Nación el 16 de julio de 1970, cuando Sara Herrera de Aramburu acompañó los restos de su esposo hasta la sepultura.
No se podrían repetir mejores conceptos para despedir una vida extinguida con la misma dignidad con que transcurrió".
Necrológica del diario La Nación, del 4-10-1997.
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