Notas |
- DOMINGO MARTINEZ DE IRALA, nació en la villa de Vergara por 1509. De su infancia y primera juventud nada se sabe. Se presume que dada la caligrafía hermosa y precisa de sus cartas, hubiera practicado con el Escribano Alonso de la Peña, colega de su padre; destinado el muchacho, quizás, a adquirir los conocimientos necesarios para ejercer una profesión que, sin duda, le era familiar. Empero, esa vida sedentaria y meticulosa, consagrada al honrado menester de estampar rúbricas y salvar entrelíneas en los instrumentos de la fé pública, no resultaba demasiado atrayente para retenerlo, a "Chomín", encerrado en una oficina atiborrada de protocolos y expedientes. Allá lejos, tras la estela imprecisa de los navíos continuadores de la hazaña de Colón, se vislumbraban tierras de leyenda. Don Pedro de Mendoza, entretanto, organizaba su armada para la gran aventura americana. Irala, entonces, el 19-VIII-1534, en la Villa de Dueñas cerca de Valladolid, le transfiere por escritura pública a su cuñado Juan Martínez Marutegui todos los bienes libres de vínculo que no ha mucho heredara de sus padres. Desprendíase así, el mozo, de las cosas que lo ligaban al terruño. Y puestos en regla los asuntos familiares, sentó plaza para servir en la hueste que reclutaba Mendoza, resuelto a ligar su destino con el misterioso mundo que iba a descubrir del otro lado del mar. En la papeleta de pasajero - que el Archivo de Indias registra bajo en nº 1741 del año 1535 - escuetamente se lee; "Domingo de Irala, hijo de Martín Pérez de Irala y de doña Marina de Toledo, natural de Vergara, al Rio de la Plata - 28 de julio".
De cómo comienzan las andanzas de nuestro personaje en el nuevo mundo
Sabido es que la oceánica aventura se inició con favorables vientos desde el puerto de Bonanza en San Lúcar de Barrameda el 24-VIII-1535. No hace al caso relatar ahora, puntualmente, el itinerario, las escalas ni incidentes del viaje famoso. Precisaré, sin embargo, que en los primeros días de Febrero de 1536 - "posiblemente el 2, fiesta de la Candelaria", presume Groussac -, don Pedro de Mendoza culminó su navegación en un fondeadero de la costa occidental del rio de Solís; al abrigo de un riachuelo que venía de tierra adentro, bordeado de algarrobos, espinillos y totoras; o sobre una pelada loma próxima - hoy convertida en Parque Lezama. Aquí o allá - pues el lugar preciso lo discute la historia - el jefe expedicionario hizo emplazar "el real"; vale decir su campamento, que denominó "puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre".
En ese reducto militar - lo consigna Schmidl, protagonista y relator de la aventura - "se repartió toda la gente; la que era para la guerra se empleó en la guerra, y la que era para el trabajo se empleó en el trabajo. Allí se levantó una ciudad (sic) con una casa fuerte para nuestro Capitán don Pedro de Mendoza, y un muro de tierra en torno de la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano".
Domingo Martínez de Irala, a todo esto, no figura para nada en las crónicas y documentos que nos hablan de esos primeros episodios de conquista y población. No aparece su nombre en los amistosos tratos iniciales que los recién llegados tuvieron con los "querandíes" o "guaraníes" o "indios de la costa", los cuales, durante "catorce días" abastecieron a los castellanos con pescado y carne. Tampoco en la correría que éstos emprendieron por las islas del delta en procura de mantenimientos, debido a la reticente actitud posterior de aquellas tribus aborígenes; ni en el combate de Corpus Christi cerca del rio Luján, donde murieron Diego de Mendoza - hermano del Adelantado - y sus sobrinos Pedro y Luis Benavides, además de Galaz de Medrano, Juan de Manrique, el Alférez Marmolejo y otros Capitanes. No hay indicios de que Irala viajara al Brasil en la "Santa Catalina" en busca de víveres; ni ninguna referencia suya se registra cuando el hambre hizo crisis en el "Buen Aire" y sus pobladores tuvieron que soportar la arremetida de los salvajes; pero parece que nuestro guipuzcoano acompañó al doliente don Pedro en su breve incursión fluvial para fundar el efímero asiento de "Buena Esperanza".
Ahí dictó el Adelantado la orden que disponía la expedición de su lugarteniente Ayolas al Paraguay, con 170 hombres distribuidos en una carabela y dos bergantines, a fin de explorar los accesos que conducían a la "Sierra de la Plata". De allí, pues, del precario punto de "Buena Esperanza" con rumbo hacia la quimérica sierra metalífera, se marcan en esta tierra, el 14-X-1536, las huellas históricas que señalan la trayectoria memorable de Domingo Martínez de Irala, entonces Capitán de uno de aquellos bergantines aventureros.
Groussac, con su característico parti pris que no llega a empañar su probidad histórica fundamental, pues no disponía en su tiempo los antecedentes que - gracias a Gandía, Lafuente Machain y Del Valle Lersundi, hoy se conocen sobre Irala -, así lo supone a nuestro personaje en el momento inicial de su carrera conquistadora: "Apenas necesitamos recordar - dice en Mendoza y Garay - que también formaba parte de la expedición (de Ayolas) mandando un bergantín, un obscuro e inculto aventurero guipuzcoano, Domingo Martínez; tan obscuro, que se ignora donde y como se embarcó; tan inculto que, ya hombre maduro, vacilaba todavía para saber, entre dos lugarejos de su provincia, de cual sacaría su apellido. Haría inmortalizar el de Irala, prestado por su aldea natal; pues el rudo caudillo, modelado en la fuerte arcilla de los fundadores de pueblos, desempeñó, en teatro más exiguo y humilde, un papel de hazañas y delitos parecido al de los Cortés y los Pizarro, sinó tan grandioso como el de estos en la empresa conquistadora, acaso - guardadas las proporciones -, no menos digno de memoria por la eficacia gubernativa".
La flotilla de Ayolas puso proas al norte, y - según la crónica de Ruy Díaz de Guzmán - navegó muchas leguas "padeciendo grandes trabajos y necesidades, hasta llegar donde se juntan los ríos del Paraguay y Paraná". Tocando en los mismo bajíos que Gaboto, los navegantes "embocaron por el Paraguay, con los remos en las manos y a la sirga, caminando de noche y de día con deseo de llegar a algunos pueblos donde pudiesen hallar refrigerio de alimentos". En un paraje llamado "Angostura" los acometieron gran número de canoas llenas de indios "agaces", con los cuales los españoles tuvieron reñida pelea. Reanudado el viaje, estos llegaron "a la frontera de los guaraníes, con quienes trabaron amistad y se proveyeron del matalotaje necesario para seguir adelante".
Dichos obsequiosos guaraníes eran los indios "carios", recordados por Schmidl, que "trajeron y regalaron a nuestro Capitán Juan Ayolas, seis muchachitas, la mayor de diez y ocho años de edad; también le hicieron un presente de siete venados y otra carne de caza. Pidieron que nos quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres, para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto mas hiciera falta".
En tales circunstancias, los huéspedes oyeron decir a sus silvestres anfitriones que "hacia el Occidente y mediodía había cierta gente que poseía muchos metales". Estimulados los exploradores con estos anticipos prosiguieron sus jornadas, hasta llegar a un fondeadero natural que llamaron "de Nuestra Señora de la Candelaria"; donde mandó Ayolas tomar tierra, dejando los navíos con algunos soldados a órdenes de Domingo Martínez de Irala.
Desde ese ancón - en el cual se estableció un reducto de emergencia a fin de que Irala permaneciera a la espera con los bergantines - Ayolas se internó hacia el Chaco, rumbo al Perú, en busca de la Sierra de la Plata; y al alejarse del refugio ribereño paraguayo, literalmente "se lo tragó la tierra". Sus rastros se han perdido para siempre; aunque se conjeture que de vuelta de su excursión fabulosa pasó por la región de "los Charcas", cargado de oro y plata, y que llegó a "Candelaria" al cabo de un año de su partida esperando encontrar a Irala; quien, después de una espera de "mas de ocho meses" - relata Ruy Díaz - necesitado de alimentos, hubo de "bajar a rehacerse de lo necesario". De cualquier manera, el desencuentro de ambos Capitanes resultó trágico, ya que antes del retorno de Irala a "Candelaria" para recoger a su jefe, éste y sus compañeros habían sido despedazados por los "payaguáes", como se lo contó llorando a Irala el único sobreviviente de la matanza: Gonzalo, un indio "chaná", a quien adoptara y bautizara el infortunado Ayolas.
Y sucedió que mientras éste corría rumbo al deslumbrante espejismo del país de los metales, Irala - al cual el jefe, antes de partir, nombrara Lugarteniente suyo -, en paciente espera en la "Candelaria", recibió, el 23-VI-1537, la imprevista visita de los Capitanes Juan de Salazar de Espinosa y Gonzalo de Mendoza, quienes, en dos bergantines salidos del "Buen Aire" cinco meses atrás, llegaban con refuerzos que el Adelantado remitía para aquella expedición de Ayolas, en la que Don Pedro puso las últimas ilusiones de su vida.
Se emplazan los rústicos fundamentos de la Asunción
Así las cosas, y luego de intercambiar noticias, opiniones y proyectos, los tres conquistadores resolvieron buscar, río abajo, un refugio o apeadero mejor que el de "Candelaria", a fin de dar carena a los navíos de Irala, "que estaban mal parados". Como el Lugarteniente de Ayolas no podía alejarse mucho del sitio en que montaba guardia, a pocas leguas al sur encontró una caleta adecuada para solucionar sus inconvenientes. En cambio Salazar de Espinosa y Gonzalo de Mendoza se corrieron hasta los dominios del cacique "Lambaré" - que quiere decir "del lugar hermoso", la tierra fértil de los indios "carios", tan solícitos, y sobre todo tan pródigos en regalar sus mujeres a los castellanos -, donde posiblemente el 15-VIII-1537, día de "Nuestra Señora de la Asunción", dejaron establecido un fortín o "casa fuerte" así llamada.
El conflicto de Irala con Ruiz Galán a raíz del alejamiento del Adelantado y la desaparición de Ayolas
Entretanto en el "real" calamitoso del "Buen Aire", Don Pedro de Mendoza desmoralizado y enfermo sin remedio - corroído por la "malatia francesa", al decir de Schmidl -, se embarca rumbo a Europa. Antes de abandonar estas tierras para siempre firmó, el 20-IV-1537, una "provisión" por la que designaba a Juan de Ayolas como su Lugarteniente y sucesor; y mientras durase la ausencia del mismo delegó el mando bonaerense - diré -, incluidos los asientos de "Corpus Christi" y de "Buena Esperanza", en el Capitán Francisco Ruiz Galán, su paisano de Guadix, a quien profesaba fraternal cariño.
Este Capitán no tardó en ser informado por Juan de Salazar de Espinosa - que acababa de llegar del norte - de la feracidad de aquel suelo paraguayo, de la benigna temperatura de su clima, de la amistosa acogida que sus naturales daban a los castellanos, de la dócil disposición de sus mujeres. Persuadido como estaba Salazar de la ausencia definitiva de Ayolas, es posible impulsara a Ruiz Galán a que asumiera, de hecho y de derecho, la suprema autoridad en el Río de la Plata. Y fue en tal pretendido carácter que Galán acompañó a Salazar hasta la "casa-fuerte" de Asunción, recientemente enclavada en la agreste ribera guaraní.
Por su parte Irala - que por expresa delegación de Ayolas (el indiscutido Lugarteniente de Mendoza) había asumido la jefatura de la armada conquistadora - volvió a "Candelaria". Allí, hostigado por los "payaguáes", vióse compelido a abandonar dicho apostadero; y al desembarcar en la Asunción, tuvo la sorpresa desagradable de encontrarlo a Ruiz Galán, recién llegado con Salazar y con un buen número de soldados que trajo del "Buen Aire" y de los fortines de "Corpus Christi" y "Buena Esperanza".
Respaldado por esa hueste, Galán exigió a Irala le reconociera como autoridad máxima de la provincia. Este replicó que obedecería si primero le mostraban los títulos respectivos en debida forma. Galán alegó que las disposiciones de don Pedro para el caso de ausencia de Ayolas, constaban en los protocolos del Escribano Pedro Hernández, depositados en un navío que fondeaba como a diez leguas de la Asunción. Nuestro "Chomín" - que como sabemos era el sucesor legítimo de Ayolas - sin fuerzas, por el momento, para imponer sus derechos, no quiso exhibir en vano el poder que le otorgara dicho Lugarteniente de Mendoza, cuyos efectos anularían por completo las pretensiones de su antagonista; ya que el Adelantado había establecido, con toda legalidad, le sucedería en la gobernación el dicho Ayolas, o "quien tuviere su Poder": Irala en este caso. Pero discutir es inútil si uno no puede hacerse respetar. Mas prudente le pareció al vascongado no enfrentar al andaluz; y su cazurrería innata, después de soslayar todo compromiso concreto, se limitó a insistir en que lo ayudaran para volver a Candelaria, a cumplir con la voluntad de su jefe ya demorado en demasía.
Ruiz Galán, fuera de sí por la reticente testarudez del rival, lo metió preso. Mas fue tan arbitraria la medida que, al poco tiempo, se vió forzado a liberar a Irala y entregarle el bergantín que pedía para tornar a Candelaria. Y en tanto el uno volvía a esperarlo a Ayolas para enterarse al cabo - como ya se dijo - que había sido asesinado por los salvajes, el otro emprendía el regreso al "Buen Aire" con pena y sin gloria, puesto que el conflicto de poderes planteado entre ambos, sobre quien se subordinaba a quien, quedaba subsistente.
La Cédula "democrática" de Carlos V y la confirmación de Irala como Gobernador
A fines de 1538 arribó al puerto del "Buen Aire" la nao "Marañona", con el Capitán Alonso de Cabrera, "Veedor de Fundiciones" - algo así como inspector de minas, cuyos yacimientos, creíase en España, cuajaban la región que pronto llamaríase "del Plata". Venía Cabrera agraciado por la Corona con ese nombramiento, no tanto para explotar los hipotéticos metales del subsuelo "argentino", sino con la concreta misión de "ver" la realidad política local, y de procurar aquí el establecimiento de un Gobernador, para el caso de que el Adelantado no hubiese designado sucesor. A ese objeto, entre las "providencias" a las cuales debía de ajustar su conducta, el comisionado traía una Real Cédula, fechada el 12-IX-1537, que viene a ser, sin duda, el primer antecedente de la democracia en esta tierra.
En dicha Cédula el Emperador Carlos V ordenaba a Cabrera que "si al tiempo que allá llegareis fuese muerta la persona que dejó por su Teniente Don Pedro de Mendoza ... y éste al tiempo de su fallecimiento o antes no hubiese nombrado Gobernador, y los conquistadores y pobladores no lo hubiesen elegido: vos mandamos que en tal caso hagais juntar los dichos pobladores ... para que ... eligan en nuestro nombre por Gobernador y Capitán General ... a la persona que según Dios y sus creencias parezca mas suficiente para el dicho cargo; y la persona que así eligiesen todos en conformidad o la mayor parte de ellos, use y tenga el dicho cargo ... Lo cuál vos mandamos así se haga con toda paz y sin bullicio ni escándalo". (De Carlos V a Roque Sáenz Peña podría titularse una inacabable y jugosa monografía histórica sobre el sufragio popular en nuestra querida Argentina).
Enterado que estuvo el "Veedor" Cabrera de la situación existente y de las pretensiones de Ruiz Galán, marchó con éste hacia la Asunción donde pudo comprobar efectivamente, con el poder de Ayolas a la vista, que era mi antepasado el legítimo Lugarteniente y sucesor de aquel malhadado jefe, quien, a su vez, lo había sido del Adelantado Mendoza; por lo que dispuso fuera reconocido Domingo Martínez de Irala como Gobernador y Capitán General. Todos los conquistadores y pobladores acataron esta resolución que, por otra parte, resultaba la voluntad del Rey. Y mi lejano abuelo Irala quedó entonces al frente del dilatado territorio que comprendía el adelantazgo de don Pedro de Mendoza.
Se despuebla el primitivo real del "Buen Aire"
Una medida de indudable trascendencia histórica, tomada bajo el primer gobierno de Irala, fue aquella despoblación y desmantelamiento del puerto del "Buen Aire", ordenado por él. A ese propósito envió allí, a mediados de 1540, a Juan de Ortega, como comisionado suyo. Pero resultó que los escasos pobladores del inicial asiento rioplatense se negaron a emigrar; y Ortega, frente a tal desobediencia, retornó a la Asunción a dar cuenta a Irala de su fracaso. Entonces, el propio Gobernador resolvió acudir allá, a principios de 1541, acompañado por el "Veedor" Cabrera. Este último había convencido a Irala - y el 10-IV-1541 le requirió por escrito en un célebre documento - de la necesidad de despoblar el "real" del "Buen Aire" y de trasladar a todos sus habitantes a la Asunción, donde debía de establecerse el centro de la conquista comarcana, por hallarse este punto más próximo a la obsesionante "Sierra de la Plata"; vale decir, a las rutas de acceso al país de los metales que llamaban "Pirú".
Así, en 1541, fue evacuada la originaria Buenos Aires hasta más ver! Y como testimonio de ello, Irala dejó en el sitio baldío "un mástil hincado en tierra con unas letras cavadas que decían aquí está una carta". Y cuando en 1542 pasó por el solitario lugar Pero Estopiñán - al mando de la nao "Santa Lucía" de su primo Alvar Núñez Caveza de Vaca - pudo leer en dicha misiva los siguientes párrafos ilustrativos; "Por cuanto yo, Domingo Martínez de Irala, teniente de gobernador por el muy magnífico señor Juan de Ayolas, gobernador y capitán general de éstas provincias del Río de la Plata, por suma he determinado de llevar la gente que estaba en el puerto de Buenos Aires (sic) para la juntar con la que está más arriba en el Paraguay, deliberé dejar señales y escrituras por donde avisar para nos seguir e hallar".
De esta manera fueron concentrados en la Asunción los - más o menos - 350 europeos dispersos por los distintos asientos rioplatenses. Irala aseguró en el núcleo paraguayo el establecimiento de todas esas personas, repartió solares y tierras, mandó cercar la población, derribó la empalizada primitiva, trazó calles y ordenó levantar casas con las maderas y los palos del monte aledaño. En su Discurso Histórico Juan Francisco de Aguirre Uztáriz - mi antiguo pariente - consigna que "la gente estaba extremadamente desproveida de vestuario y municiones, pero se dice que la atención de Irala remediaba todo". En tales circunstancias la Asunción se transformó de casa-fuerte en ciudad, y su primer Cabildo lo integraron los Alcaldes Pero Díaz del Valle y Juan de Salazar de Espinosa; los Regidores Alonso Cabrera, Garcí Venegas y tres Capitanes más, y como Alguacil Mayor Juan de Ortega. Y en tanto Irala organizaba la "gran entrada" rumbo al norte, a fin de tomar posesión de la legendaria "Sierra de la Plata", un indio mensajero trajo la inesperada noticia de que un nuevo Adelantado para estas tierras, Alvar Núñez Caveza de Vaca, venía adelantándose hacia la sede paraguaya y pedía las ayudas del caso.
Un conductor ajeno a la realidad política circundante
El arribo de Alvar Núñez alteraba los planes inmediatos de Irala y de los "conquistadores viejos" venidos con Pedro de Mendoza; interrumpía de golpe esa casi absoluta autonomía de los descubridores de estas tierras que pretendían disfrutar los hipotéticos gajes de sus futuras conquistas sin otro socio que el Rey de España.
"Es natural que Irala - apuntó en su Discurso Juan Francisco de Aguirre - sintiese la venida del Adelantado, porque dejaba el mando de una provincia que recientemente con tanta paz y gloria había conquistado y asegurado". Pero, no obstante ello, desde el primer momento, nuestro vasco, que por sus condiciones naturales era el Caudillo de sus compañeros veteranos, dió el ejemplo de subordinarse al nuevo mandatario mandado por la Corona; quien, por su parte, le hizo a aquel su Maestre de Campo. Schmidl nos cuenta que si bien "el Capitán (Irala) y la gente estuvieron conformes, esto (acatar a Cabeza de Vaca) no le entendieron muy bien los soldados (entre los que se contaba el alemán), pero los clérigos y dos o tres Capitanes lo arreglaron todo, e hicieron que él (Alvar Núñez) mandara".
Consecuentemente, el flamante Adelantado dispuso que su jefe militar saliera a campaña por el territorio del norte, a fin de abrir camino hacia las opulentas regiones argentíferas que - se creía - hallábanse más arriba. Emprendió por tanto Irala esa exploración el 20-X-1542, con 4 bergantines y 90 soldados y un grupo de indios "agaces" auxiliares. Así remonta 200 leguas por el río Paraguay, hasta dar el 6 de enero, en pleno trópico, con una caleta natural que denominó "Los Reyes", en recuerdo de los tres Magos de aquella otra caravana guiada por la buena estrella hacia el pesebre de Belén.
De vuelta a la Asunción Irala tuvo que ajusticiar en el camino, por mandato tajante del Adelantado, al cacique "Aracaré" cabecilla de los "agaces", responsable de una deserción de estos indios durante el trayecto expedicionario. Tal ejecución provocó una revuelta aborigen repelida a sangre y fuego por los conquistadores, hasta que la posterior diplomacia del protagonista de esta historia logró persuadir a los caciques y ajustar la paz con ellos.
Paso a paso el autoritarismo inflexible, cabezudo, del Adelantado, iba ahondando la hostilidad entre los viejos conquistadores y los nuevos, adictos a su persona. Los Oficiales Reales, particularmente, no tardaron en chocar con él, pues, como señala Aguirre, "no quería Alvar Núñez conceder a los Oficiales Reales lo que llamaban acuerdo de buena gobernación"; es decir, cierta especie de controlador general sobre lo administrativo, además de las funciones específicas de cada uno de ellos que consistían en cuidar lo relacionado con la Real Hacienda. Tal subestimación por parte de Cabeza de Vaca hacia quienes debían ser sus colaboradores inmediatos, hizo que el Veedor Cabrera, el Tesorero Garcí Venegas, el Contador Felipe de Cáceres y el Factor Pedro Dorantes, encabezaran la sorda oposición que, desde el primer instante, fermentó en el núcleo veterano de la conquista, compuesto - al decir de Ruy Díaz de Guzmán - por "los antiguos que tenían ya algunas raíces en la tierra".
La desgraciada expedición emprendida personalmente por Alvar Núñez en pos del itinerario trazado por Irala, hasta dejar atrás el puerto de "Los Reyes" para abrirse paso rumbo al Perú, resultó el preludio de su rotundo fracaso político. En efecto; durante ese viaje al corazón del trópico, lleno de azarosas aventuras y de terribles contrastes: marchas interminables a pie, indios salvajes, selva virgen, calor, hambre, sed, fiebre, alimañas y fieras - de cuya evidencia Schmidl nos dejó el relato pintoresco -, Cabeza de Vaca tuvo serios desacuerdos con Dorantes y con Cáceres; los cuales le instaron, en repetidas oportunidades, sin éxito, suspendiese la temeraria empresa. Por fin, el puñado de españoles maltrechos por la implacable naturaleza, no tuvo más alternativa que retroceder a "Los Reyes", desde donde la tenacidad del Jefe cabeza dura esperaba intentar de nuevo aquella "entrada" difícil; "pero - es Schmidl el narrador - nosotros nos opusimos, pues la tierra estaba llena de agua, la gente estaba casi toda enferma, y además los soldados no andaban bien con el capitán general, pues éste era hombre que en su vida había tenido mando ni gobernado". A su vez, dicho jerarca "se sentía muy enfermo y mandó llamar a la gente y ordenó que se navegase Paraguay abajo, hasta la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción; pero todos estaban enfermos y nada podía hacerse. Tampoco la gente estaba contenta, ni nadie hablaba bien de él, por la forma en que se había conducido". Y el lansquenete termina así el capítulo de su crónica con este reproche, quizás no del todo justo: "Cuando llegamos a esta ciudad (Asunción) nuestro capitán estuvo enfermo con fiebres y quedó en su palacio (sic), sin salir para nada durante catorce días; pero ello fue más por picardía y soberbia que por enfermedad, pues así evitaba hablar con la gente. Se portó de impropia manera, pues un capitán que quiere gobernar un país debe siempre prestar y dar atención tanto al grande como al chico y hacer justicia. Nada de esto él hizo, sinó solamente quizo hacer cuanto su orgullo y soberbia le dictaba".
El padre González Paniagua dejó escrito en su Memorial que la impopularidad de Cabeza de Vaca comenzó durante la marcha de aquella expedición, cuando gran parte de la gente derrochó sus raciones de comida, esperanzada en que los pueblos indígenas que se descubrirían más adelante, les habrían de renovar los comestibles. Al enterarse de ello, Alvar Núñez "començó a dezir algunas palabras feas contra éstos que avían usado deste desorden, diziendo que los que en tales tiempos no tenían razión para saberse conzerbar, no heran hombres synó bestias, y que los tales juiesen como puercos; desto y de otras palabras y cosas començó a nascer zizaña entre la gente". Irala - según el paniaguado preste - "andava de uno en otro atrayéndolos y diziéndoles que no temiesen, que no les avía de faltar (comida), que embiasen a su aposento por bastimentos; pues como estos viesen que el governador les dezía algunas palabras feas y el dicho capitán Domingo de Yrala les diese buenas palabras y algún bastimento, dezían que el governador hera el más malhombre que avía en el mundo".
La destitución subversiva de Alvar Núñez y el nuevo encumbramiento de Irala
Como se ve, el clima moral estaba hecho entre los soldados para que sucediera lo que sucedió la "noche de San Marcos" (del 24 al 25 de abril de 1544); durante la cual llevóse a cabo el célebre motín que dió por tierra con el poder del Adelantado. Como Irala, a pesar de su alto grado militar no dió la cara mientras los Oficiales Reales, con la cooperación activa de los conquistadores viejos asestaban el golpe insurreccional de referencia, los detalles del mismo se relatan en las biografías de Francisco de Mendoza, actor principal en el suceso, y de Ruy Díaz Melgarejo y Alonso Riquelme de Guzmán, que sufrieron sus consecuencias políticas.
De todas maneras, la actitud de Irala antes y durante aquel grave trastorno, resultó por demás equívoca y reticente. A pesar de haber acompañado como Maestre de Campo a Cabeza de Vaca en el infructuoso intento de alcanzar la "Sierra de la Plata", su desempeño en dicha jornada - si nos atenemos a la versión del clérigo Paniagua -, lejos de cooperar al éxito de la empresa, limitose a intrigar y a socavarle el prestigio al jefe de la expedición. Fracasada la campaña y vueltos los expedicionarios a la Asunción completamente desmoralizados, en la agitada "noche de San Marcos", cuando todos los compañeros del Maese de Campo se apoderaban a mano armada de Alvar Núñez y lo metían preso, aquel, al margen del alboroto, se encerró en su casa diciéndose enfermo. Pero al día siguiente de la revuelta, he aquí que el ficticio alicaído de la víspera resulta nada menos que el dueño de la situación. A las cuatro de la tarde, los cabecillas visibles de la asonada y un nutrido grupo de vecinos se congrega ante la vivienda de Irala. Encaramado en un banco, el Escribano Bartolomé Gutiérrez da lectura a una verdadera expresión de agravios contra el Adelantado, cuyo texto final le requería al "capitán Domingo Martínez de Yrala" asumiera, en nombre de Su Magestad, el gobierno acéfalo de la provincia: "como hombre que a thenido el dicho poder e ha governado en esta tierra pacíficamente en general concordia de todos". Irala, entonces, sin vacilación ninguna, acepta el mandato de los amotinados, y presta el juramento ante Felipe de Cáceres "por Dios, Santa María, los Evangelios y la Señal de la Cruz". Así, revolucionariamente, fue ungido mi antepasado Gobernador de la vasta jurisdicción del Rio de la Plata, suplantando al representante legítimo de la Corona quien, once meses más tarde era sacado de la prisión y puesto a bordo de una carabela que lo condujo a España.
La enérgica jefatura de un gran Caudillo que impone el orden
Recibido del gobierno, Irala se entrega de lleno a consolidar la situación y lograr la paz en la tierra paraguaya, alterada no solo a causa de que muchas tribus indígenas se habían lanzado a la guerra, en una reacción contra la mala política de Alvar Núñez, sino, sobretodo, debido a la apasionada rivalidad de los dos bandos - vencedores y vencidos - en que los propios conquistadores se dividieron después del episodio revoltoso de 1544. División peligrosísima esta, que era necesario neutralizar cuanto antes con habilidad y - si posible - tolerancia, sin perjuicio de mantener abiertos los ojos y proceder con mano dura cada vez que los "alvaristas" trataran de levantar cabeza - Cabeza de Vaca -, para reponerlo en el mando al depuesto Adelantado, que permanecía preso en la casa del Tesorero Garcí Venegas bajo severa custodia.
Como era previsible, no se hicieron esperar las conspiraciones de los "leales" o vencidos contra el gobierno de los vencedores, que aquellos calificaban de "tumultuarios". En primer término Ruy Díaz Melgarejo, Ortiz de Vergara, Diego de Abreu, Alonso Riquelme de Guzmán, Pedro de Molina, Juan Pavón, Pedro Esquivel, el cura Paniagua, el Escribano Pedro Hernández, Hernando de Rivera, Pero Estopiñán y otros cuantos, formaban algo así como el estado mayor de la facción "leal" o "alvarista"; mientras que los "tumultuarios" de más fuste - además de su caudillo Irala y de los Oficiales Reales - eran Francisco de Mendoza, Diego y Gonzalo de Acosta, Ñuflo de Chaves, Jaime Resquín, Francisco Alvarez Gaytán, Hernán Arias Mansilla, Andrés Hernández "el Romo" y los clérigos Andrada, Lazcano y Armenta.
El 28 de abril por la noche, a los dos días de haberse hecho Irala cargo del mando, se produjo el primer acto de terrorismo por parte de los vencidos: la casa de Luis Ramírez fue incendiada con el propósito de sacar ventaja durante el pánico consiguiente y liberar al mandatario recluso. Pero el intento quedó desbaratado por un grupo de "tumultuarios" armados, que rodeó oportunamente la vivienda de Garcí Venegas sin dejar aproximarse a nadie.
A raíz de este siniestro intencional resultaron detenidos, en una u otra forma, Diego de Abreu, Alonso Riquelme de Guzmán, Juan Bernalte, y Francisco Ortiz de Vergara. Por su parte el Escribano Pedro Hernández buscó asilo en el Monasterio de Guadalupe, desde donde siguió conspirando, y en forma oral y escrita difamaba al gobierno y a la persona de Irala.
A su vez las autoridades revolucionarias, ni cortas ni perezosas, pusieron en juego ese recurso tan eficaz de publicidad que ahora se llama propaganda. Al día siguiente del motín, el Escribano Bartolomé González hizo conocer al vecindario de viva voz, cierta "relación" donde los Oficiales Reales presentaban, una por una, las culpas de Alvar Núñez, que - según ellos - justificaban su derrocamiento. Asimismo, algo mas tarde, durante las festividades del Corpus Christi, se representó en la Iglesia Matriz repleta de público, un auto sacramental del que era autor el padre Juan Gabriel de Lazcano, "tumultuario" furibundo; la cual pieza dramática, lejos de ser bíblica, resultó solo el pretexto para lanzar brulotes contra el gobernante caído, a quien calificaba de "lobo rrebeco" (lobo arisco, intratable), con otras alusiones "forjadas debajo de muy grandes maliçias", que Lazcano, disfrazado de pastor, se encargó de interpretar.
Después de todo los "leales" no se daban por vencidos en sus intentos de sacar a su jefe del encierro y llevarlo al poder. Continuaron pues, con los atentados incendiarios; y, en holocausto de las pasiones políticas ardieron las casas de Juan Rodríguez y de Rodrigo Gómez. A su turno Cristóbal Bravo, mozo de 20 años que estaba al servicio de Garcí Venegas, se propuso libertar a Cabeza de Vaca engrillado en un tabuco del nombrado Tesorero. Al efecto el muchacho ya había conseguido una lima, cuando los agentes de Irala le echaron el guante y le dieron "el tormento del agua"; que consistió en tender su cuerpo sobre una fuerte barra, amarrarle brazos y piernas con cordeles y, en tan incómoda postura, hacerle tragar gran cantidad de dicho líquido. Así, entre vómitos y arcadas, el pobre Bravo acusó a Abreu, a Melgarejo y a Ortiz de Vergara como sus principales instigadores. Ello lo salvó de la horca, aunque no de ser condenado, "por haber confesado espontáneamente", a recibir cien azotes aplicados por el verdugo.
A mayor abundamiento, la conducta de Salazar de Espinosa - en ese espinoso asunto de la pugna banderiza paraguaya - resultaba por demás extraña, por no decir equívoca, de una duplicidad muy mal disimulada. Por sus antecedentes - expedicionario con Mendoza - dicho Capitán formaba parte de los "conquistadores viejos", pero lejos de colaborar con estos en el motín del 24 de abril, esa "noche de San Marcos" no salió de su casa. Tal actitud pasiva, mientras se exponían sus amigos, no le impidió, al remiso, mantener en todo momento una cordial relación con los Oficiales Reales, en especial con Garcí Venegas; y cuando el 26 de abril Irala fue elegido Teniente de Gobernador de facto por los "tumultuarios" victoriosos, el nombre de Salazar aparece como testigo en el acta respectiva. Por otra parte, en tanto se sucedían públicamente tales episodios subversivos, Cabeza de Vaca, prisionero e incomunicado en apariencia, firmaba en el mayor sigilo un poder ante el Escribano Alonso Gutiérrez, por el cual, para después de su partida, instituía a Salazar de Espinosa como su Teniente General, con el encargo de perdonar a los revolucionarios que lo habían derrocado si estos acataban la autoridad del expresado sucesor suyo en el mando.
No bien el Adelantado depuesto fue embarcado para España, aquel poder clandestino salió a relucir; y como de acatarse dicho mandato ello hubiera contrariado los "fines revolucionarios" de Irala y de los Oficiales Reales, estos y aquel impugnaron su autenticidad, alegando era imposible que Alvar Núñez pudiera haber suscripto ninguna escritura encerrado como estaba con centinelas de vista. Empero la publicidad del documento originó un serio revuelo entre las facciones contrapuestas, y algunos "tumultuarios" exhaltados intentaron agredir a Salazar y al Escribano Gutiérrez; mas Irala, con su autoridad, evitó que el propósito llegar a materializarse. Con todo, Salazar de Espinosa en su doble juego había llegado demasiado lejos. Fue detenido, y - con Pero Estopiñán, primo de Cabeza de Vaca - despachado enseguida en una nave que alcanzó, como a 200 leguas de la Asunción a la carabela donde iba su poderdante en desgracia; junto al cual prosiguió la navegación forzosa hasta el viejo mundo.
La constante lucha contra los terrícolas indómitos y la gran expedición al soñado país de los metales
Fuera de la organización interna de su contorno paraguayo propiamente dicho, nuestro gobernante tenía dos problemas fundamentales que resolver: el sometimiento de los indios "agaces" permanentemente sobresaltados, y la siempre anhelada expedición de los conquistadores hacia las tierras opulentas del norte.
La tarea de reducir y pacificar a las tribus levantiscas cercanas se prolongó durante toda la vida de Irala, con su secuela de "guazabaras" y sangrientas represalias. En cuanto a la jornada hacia la "Sierra de la Plata" - o como empezó a decírsele entonces: la región de los "Xarayes", en el imperio del "Rey Blanco" o del "Gran Paititi", que incluía la incaica "Provincia del Dorado" con su laguna maravillosa de Titicaca "donde dormía el sol" - Irala, en la organización de tal "entrada" tuvo que luchar contra la opinión del Factor Dorantes, quien la consideraba inoportuna en ese momento, por ser - a su juicio - peligroso desamparar la hispánica colonia que disponía de poca gente para intentar la ardua y problemática aventura; además de tropezar, a cada paso, los proyectos del gobierno, con la sorda hostilidad opositora en acecho, de los añorantes parciales de Cabeza de Vaca.
También, a propósito de los aprestos para esa "gran entrada", Felipe de Cáceres anduvo intrigando contra Irala - al que atribuía querer, como antes el Adelantado, prescindir de la cooperación de los Oficiales Reales en la gestión gubernativa. Y cierta vez en que Cáceres se hallaba reunido con sus partidarios, la hueste de Irala, convocada a tambor batiente con las armas listas y las mechas de los arcabuces encendidas, casi irrumpe contra el Contador y los suyos, si Francisco de Mendoza, el Factor Dorantes y otros personajes no intervienen a tiempo, y con buenas razones logran apaciguar los ánimos enardecidos.
Por fin, en enero de 1548 - luego de llegar a un acuerdo con los Oficiales Reales y de haber designado a Francisco de Mendoza como su reemplazante en el gobierno asunceño - Irala dió la orden de partida al nutrido contingente que movilizara de antemano para la ambiciosa jornada.
El primer avance fluvial de los expedicionarios consistió en remontar el río Paraguay hasta la abra de San Fernando; de ahí - acaso con un recuerdo melancólico para Ayolas, cuya recia figura debió estar en la memoria de todos - internóse la gente en las ignotas regiones del Chaco y rumbeó hacia el noroeste.
Irala acaudillaba a 250 españoles (con 27 caballos), los cuales, en columna de marcha, conducían la profusa mesnada de, más o menos, 2.000 indios guaraníes, entre combatientes y auxiliares. El intrépido Ñuflo de Chaves hacía punta en la vanguardia; mientras en torno del jefe supremo, el Factor Dorantes se desempeñaba como consejero de campaña. Constituían además la plana mayor del bélico conglomerado, los Capitanes Felipe de Cáceres, Juan de Ortega, Gonzalo de Mendoza, Pedro de Oñate, Martín de Urrutia, Pedro de Aguayo, Ruy García de Mosquera. Iban de capellanes los padres Francisco de Andrada, Martín González y Rodrigo de Herrera; y el infaltable Escribano, puntual certificador de empresas de esta índole, se personificaba allí en Bartolomé González.
Fuera del pintoresquismo retrospectivo de Schmidl, de las cartas del cura Martín González, de la correspondencia del Factor Dorantes y de la comunicación del propio Irala al Consejo de Indias, fechada el 24-VII-1555, no existen datos de primera mano que permitan reconstruir, etapa por etapa, los episodios mas salientes que jalonan la incursión histórica de referencia. Sábese, sin embargo, que la falange de Irala, en penosa lucha con la naturaleza selvática del trópico, casi nunca en paz, "destruyendo y matando a todos los que se toparon adelante" - como escribió el clérigo González -, atravesó muchos pueblos habitados por tribus y sub tribus indígenas con nombres exóticos, hoy olvidados o desconocidos; "monoquisnos", "aleyanos", "cacimocos", "topianos", "mbayáes", "cimeones", "corocotoquies", "carcones", "caracaras", "tomococies", "tamaricocos".
Refiere Schmidl que cuando la expedición llegó a la pequeña localidad de los "mbayáes", estos indios le regalaron a "nuestro Capitán Domingo Martínez de Irala", cuatro coronas de plata y seis planchas de lo mismo, además de "tres hermosas mujeres jovenes". Y el cronista teutón nos entera, con cierto gracejo "boccacciano", que "hacia la medianoche, cuando todos estaban descansando, nuestro Capitán perdió a sus tres muchachas; tal vez fuese que no pudo satisfacer a las tres juntas, porque ya era hombre de sesenta años y estaba viejo" (envejecido, quizás, pues no pasaba sus 40 otoños); "si en cambio - agrega el buen Ulrico añorando los galanteos chaqueños de su juventud fornida - hubiera dejado a las mocitas entre los soldados, es seguro que no se hubieran escapado".
Después de proseguir su duro camino (los combates a sangre y fuego contra los aborígenes hostiles estaban a la orden del día y los placeres en las "Capuas" de barro y paja, de que nos habla Schmidl, constituyeron fugaces excepciones embellecidas a la distancia), los hombres de Irala alcanzaron el país de los "corocotoquíes", y mas allá el de los "tamacocíes". "Seguimos - escribió Irala al Consejo de Indias - nuestro viaje por tierras de diferentes generaçiones hasta llegar a la provincia de los Tamacosas, con muy larga noticia de prosperidad y muchas minas de plata en las sierras de los Carcáxas (Charcas) que es la noticia antigua que siempre tuvimos".
De tal modo, superados tantos trabajos, hollaban los animosos conquistadores rioplatenses el próximo altiplano y la anhelada "Sierra de la Plata". Por fin la vieja quimera se convertiría en realidad, y el enigma causador de tantos sacrificios y penurias iba a ser develado. Pero en el momento en que todos esperaban tocar la fortuna con la mano, sufrieron el más amargo de los desencantos; los indios que tenían al frente hablaban español y pertenecían a la encomienda de un hidalgo castellano del Perú, de nombre Pedro Anzúres. Las vetas de plata del monte famoso ya habían sido descubiertas poco tiempo atrás; un indio llamado "Gualco", pastor de vicuñas al servicio del Capitán Juan de Villarroel Santandía, minero de Porco, las encontró por casualidad para su patrón, y este, con los capitanes Diego de Centeno y Pedro Cotamito, acababan de fundar la villa de Potosí, al pié del cerro guardador del preciado tesoro.
Irala envía a Chaves en misión a Lima ante La Gasca. Su gente desalentada quiere abandonar la empresa. El Caudillo resigna entonces el mando, y todos se vuelven al Paraguay
Retenido Irala en esas desoladas estribaciones de la meseta altoperuana, al comprobar que por derechos de conquista el territorio pertenecía a otros dueños, reunió a sus Capitanes en junta, a fin de inquirir su parecer y obrar en consecuencia. Convino entonces con ellos mandar al Virrey de Lima una embajada presidida por Ñuflo de Chaves, al que secundarían Pedro de Oñate, Martín de Urrutia, Pedro de Aguayo y otros camaradas. Estos delegados no tardaron en partir - pasando por Charcas y el Cuzco - hacia la capital del virreinato, con las credenciales y pliegos donde su jefe le ofrecía colaboración a La Gasca en su guerra contra Gonzalo Pizarro, a cambio de que aquel legítimo representante del Rey, confirmara al remitente en la gobernación del Río de la Plata; ya que allí, desde el golpe insurreccional de 1594, solo se ejercía un poder de facto. Y en tanto Chaves y sus acompañantes se alejaban hacia el norte para establecer, por primera vez, el enlace entre las conquistas más trascendentales de sudamérica; la del Plata y la del Perú; Irala, con el grueso de su fuerza, resolvió aguardar a sus emisarios; no en Charcas, sino en la región fronteriza de los "corocotoquíes", como muestra de respeto ante una jurisdicción ajena.
De las andanzas de Chaves por la ciudad de "Los Reyes" - así se le decía a Lima en aquellos tiempos - me ocupo en la respectiva biografía de ese notable antepasado mío. Aquí únicamente he de circunscribirme al relato de lo que le aconteció a Irala y a sus acompañantes en el país de los terrígenos charqueños. La inactividad forzosa de la tropa acampada ahí aguardaba el regreso siempre diferido de Ñuflo de Chaves; ello trajo el descontento de la gente, cuya virtud cardinal no era precisamente la paciencia. Los Oficiales Reales y muchos Capitanes sentíanse defraudados en sus legítimas ambiciones; por lo que se dieron a murmurar, a azuzar con intriga a los soldados contra su jefe, como si éste fuera culpable de que las minas de plata estuvieran ocupadas por los conquistadores peruanos que apenas se les habían anticipado en el tiempo. Algunos expedicionarios empeñábanse seguir adelante y reclamar su parte en los metales. Otros maldecían a la suerte y no ocultaban sus deseos de volver al Paraguay. A decir verdad, la insubordinación se palpaba en el aire. Nadie se mostraba dispuesto a esperar a los mensajeros de Irala. En este trance peligrosísimo, antes de verse obligado a encarar el motín del que saldría con su prestigio maltrecho, el Caudillo voluntariamente - aunque el capellán Navarro se atribuye el haberlo convencido - optó por resignar el mando.
Así pues, el 10-XI-1548, el Supremo Comandante desistióse del cargo ante el Escribano Bartolomé González. Una vez notificados los Oficiales Reales de que esa dimisión estaba protocolizada en debida forma, reunieron a los demás Capitanes del campamento, quienes elijieron por Conductor a Gonzalo de Mendoza, con el encargo expreso de que los llevara hasta la añorada Asunción, "y no más allende". Todavía Irala requirió formalmente a su reemplazante aguardase el retorno de Chaves, haciéndolo responsable de las consecuencias de esa retirada definitiva. Pero la prevención no tuvo mayor éxito, ya que por el mes de marzo de 1549, los desilusionados itinerantes - y su ex-Caudillo disimulado entre el montón - arribaban de contramarcha al puerto de San Fernando sobre el río Paraguay.
En ese fondeadero, los que volvían de la fracasada correría hacia la "Sierra de la Plata" - tras de casi año y medio de peregrinar en vano - recibieron noticias concretas y terribles de su querencia: en la ciudad habían ocurrido rebeldías; Francisco de Mendoza terminó degollado; y el bando "alvarista' ocupaba el gobierno con Diego de Abreu a la cabeza.
Ante el evidente peligro, ante la secuela de violencias que contra las personas y intereses creados suponía una restauración del régimen depuesto en 1544, los Oficiales Reales y la gran mayoría de los Capitanes no disimularon su pavor. Solo un hombre, un Caudillo del prestigio y energía probada de Irala era capaz de preservar a todos y ponerle freno a la anarquía. Y así - cual lo dice Ruy Díaz de Guzmán - "sabida por los de la armada la turbación y tumultos de la Asunción, suplicaron a Domingo Martínez de Irala fuese servido volver a tomar su oficio y gobierno, para remedio de los escándalos y alborotos de la república".
Irala asume por tercera vez la autoridad suprema
Era el 13 de marzo en San Fernando, cuando el Caudillo -impelido por el clamor popular, como diríamos hogaño - se hizo cargo de sus funciones ejecutivas; nombró sus colaboradores y dispuso las medidas adecuadas para imponerse a los rebeldes - que bien mirados resultaban "leales". Entre tanto Abreu, en la Asunción, aprecio a tiempo su desventaja política y militar y no opuso resistencia. Los parciales suyos que no se entregaron presos, huyeron a ocultarse en los montes; y como lo dijo en verso Barco de Centenera;
"Llegando a la ciudad al fin Irala,
"con grande regocijo es recibido;
"de Mendoza la muerte le desala
"y el corazón y entrañas le ha rompido".
La vigorosa actividad que desplegó sin pausa Irala, a objeto de afirmarse en el poder y reprimir los focos subversivos que lo amenazaban, fue tremenda. Abreu y Melgarejo, con otros compañeros "leales" de menor cuantía - aunque los dos nombrados fugaron al poco tiempo -, dieron con sus huesos en la cárcel. Juan de Camargo y Miguel Urrutia murieron ejecutados, poco después; y asimismo Juan Bravo y un tal Renjifo pagaron en la horca su complicidad con los matadores de Francisco de Mendoza.
A esas demostraciones de fuerza, tan elocuentes, se sumaban los actos de clemencia del Caudillo; cuyo caso más recordado fue aquel novelesco indulto a los capitanes Alonso Riquelme de Guzmán y Francisco Ortiz de Vergara, condenados a morir por conspiradores "alvaristas", que salvaron sus pellejos después de aceptar la condición de casarse con dos de las hijas mestizas del Gobernador que pretendían derribar.
Así, a las malas o a las buenas, Irala terminó con la guerra de bandos entre los conquistadores del Paraguay. Al logro de esta finalidad, cuando no quitó de en medio a sus enemigos, los atrajo o neutralizó para siempre; ya que nuestro vasco conocía - por instinto y penetración vital, que no por libresca referencia - la eficacia de esa triple fórmula que su contemporáneo Maquiavelo inmortalizaría con su doctrina política sobre el manejo de los hombres; basada en el miedo, el interés y el engaño. Una vez más las octavas reales de Centenera nos recuerdan que:
"Muchos de los "leales" desmayaron,
"por verse sin cabeza y perseguidos,
"y algunos al Irala se pasaron,
"y fueron con amor del recibidos.
"Los otros que más tiempo porfiaron
"vinieron con dolor muy aflijidos;
"que el nombre de "leal" era nefando,
"y en trisca le nombraban y burlando".
Por 1550 regresaron de Lima al rancherío paraguayo, Ñuflo de Chaves y los demás emisarios que Irala destacó para entrevistarse con el Presidente de la Audiencia Pedro de La Gasca. Llegaron esos enviados - según Díaz de Guzmán - "muy aderezados de vestidos, armas y demás pertrechos de sus personas, con socorros y ayuda de costa". Con ellos asimismo venían los capitanes Pedro de Segura, Gonzalo Casco, Pedro de la Puente Hurtado y otros conquistadores del Perú, "que por todos eran más de cuarenta". Tal viaje de Chaves es digno de no caer en el olvido, porque al inaugurar la comunicación y posible intercambio entre esas vastas zonas de la conquista - la del Plata y la del Perú, mutuamente aisladas hasta entonces -, junto con los socorros, mercaderías, pertrechos, soldados e indios que traía dicho convoy, bajaron del norte los primeros rebaños de ovejas y cabras que habrían de multiplicarse en los feraces campos de ese apartado ámbito sudamericano.
El arribo de Mencía Calderón, esposa del nominal Adelantado Diego de Sanabria, y las posteriores conquistas e incursiones guerreras de Irala contra los infieles
El 5-VIII-1551 apareció de improviso en la Asunción el Capitán Cristóbal de Saavedra, portador de noticias sensacionales. Con cinco europeos y el obligado cortejo de indios auxiliares, después de haber atravesado a pié la ruta que diez años antes recorriera Cabeza de Vaca, llegaba Saavedra como mensajero de la armada fletada por Diego de Sanabria - nominal Adelantado que nunca conocería las tierras de su jurisdicción rioplatense -, en procura de socorros para sus compañeros de aventura, que habían naufragado frente a las costas del Brasil.
Sin contar con naves de gran porte capaces de internarse en el mar, Irala dispuso, por dos veces, que Ñuflo de Chaves, por vía fluvial, se dirigiera hasta la isla de San Gabriel (frontera a la actual ciudad uruguaya de Colonia) a fin de dejar ahí bastimentos e instrucciones escritas para la gente de Sanabria, que creyó vendría embarcada remontando el Paraná.
Pero el tiempo transcurría y la expedición no se dejaba ver en el horizonte. Al año siguiente, en cambio, por la ruta terrestre con un grupo de náufragos, se presentó en la Asunción Hernando de Salazar, quien lo enteró a nuestro Caudillo de la lamentable situación de los argonautas que tenían a Juan de Salazar de Espinosa por Jasón, y por protegidas - a fuer de caballeros cristianos - a doña Mencía Calderón y demás señoras participantes de aquel esforzado lance exploratorio. Sin demora, entonces, de acuerdo con las referencias precisas que dió el emisario, depacháronse las ayudas de emergencias reclamadas por aquellos trajinantes en desdicha.
A vuelta de unos meses, el infatigable Gobernador emprendió otra salida - o "entrada", más propiamente dicha -, esa que Díaz de Guzmán califica de "mala entrada". A tal efecto Irala dejó al frente de la ciudad, en su reemplazo, a Felipe de Cáceres, y partió rio arriba rumbo al "sudoeste y occidente", y fue descubriendo "muchas naciones de indios, que unos salían de guerra y otros de paz". Camino adelante, hacia "las amplísimas provincias del Perú", los exploradores fueron sorprendidos por las lluvias; y empezó a llover a torrentes, se desbordaron los ríos y se inundó toda la tierra por donde pasaban esos hombres casi exhaustos. "Se les aniquilaron los caballos y más de mil quinientos indios amigos", refiere el cronista de La Argentina. En tan críticas circunstancias no quedó otro recurso que volver al punto de partida; no sin antes - todavía - lograr esos asendereados pioneros la conquista de los indios "itatines". En septiembre de 1553 Irala asumía, de nuevo, el gobierno el la Asunción. La "mala entrada" que acababa de sufrir, con su saldo de bajas irreparables, de calamidades y desengaños significó, pese a todo, la exploración del Chaco boreal, hasta donde corre el río Pilcomayo.
En otro orden de consideraciones, cabe suponer que aquella capitulación de adelantazgo rioplatense dada por el Rey a favor de Diego de Sanabria, y las noticias del arribo de su armada, cuya jefatura ejercía el veterano Salazar de Espinosa - desterrado del Paraguay por intrigante -, desasosegaron el ánimo de Irala, de suyo caviloso.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en ese tiempo el Gobernador completó los preparativos para realizar una nueva incursión hacia la comarca llamada del Guayrá. Esto debido a que ciertos caciques "carios" habían bajado a la Asunción a pedir se les diese socorro contra los "tupíes" de la costa brasileña, que robaban en grande con "favor de los portugueses". Ante petición tan justificada, "el General - lo refiere Díaz de Guzmán - determinó ir en persona a remediar estos agravios", y con "una buena compañía de soldados y otros muchos indios amigos", se internó en dicho territorio. Al cabo de múltiples peripecias que serían largas de contar, los "tupíes" fueron sometidos a la autoridad del Rey Católico.
Esta campaña de Irala despejó la tierra de enemigos y posibilitó un tráfico mercantil regular con los portugueses de San Vicente que, en adelante, por un tiempo, trocaron ganados (el legendario plantel de 7 vacas y un toro de los hermanos Goes), herramientas, lienzos y otras manufacturas, por los productos naturales del suelo paraguayo. También, por ser su trayectoria más corta, se habilitó dicho camino con salida al mar, a fin de comunicarse con la metrópoli; gracias al servicio bien organizado que unía, dos veces al año, aquel asiento lusitano con Lisboa. Y para dejar una avanzada en esa zona del alto Paraná, acabado de explorar, cuyo itinerario vincularía permanentemente a la Asunción con la costa Atlántica, y asimismo amparar a los indios "carios" que los portugueses vendían como esclavos, Irala encargó a Garcí Rodríguez de Vergara estableciera en dicho territorio un centro poblado, que resultó la precaria Ontiveros, fundado por ese Capitán en 1554 ().
Irala es nombrado Gobernador efectivo de la región que actualmente denominamos "Cuenca del Plata"
Entretanto, cuando en España se supieron los resultados de la empresa que Sanabria habíase comprometido a llevar adelante, coronada por los percances de su madre doña Mencía Calderón y de sus capitanes Juan Salazar de Espinosa, Francisco Becerra, Hernando de Trejo, Cristóbal de Saavedra y Hernando de Salazar (que naufragaron frente a Santa Catalina, y en el litoral brasileño intentaron fundar un asiento, "San Francisco", que hubo de abandonarse al poco tiempo), el Monarca Carlos V resolvió promover a Domingo Martínez de Irala Gobernador con todas las de la ley; "en propiedad", como entonces se decía. La Real Cédula respectiva estaba fechada en la villa de Monzón de Aragón, a 4-XI-1552, pero el interesado tuvo conocimiento de la misma casi tres años más tarde. Finalmente pudo recibirse del cargo el 28-VIII-1555.
Con ello cobró estado legal la situación de Irala, gobernante de hecho desde el motín derrocador de Cabeza de Vaca 11 años atrás. Las instrucciones y providencias de Su Majestad señalaban que el mandatario debía de residir en la Asunción y suspender, por el momento, las correrías y descubrimientos hasta que pudieran hacerse "con más orden y justo título". Respecto a los conquistadores de la tierra, Irala, de acuerdo a las facultades conferidas por el Rey, gratificó a unos 400, encomendándoles de 30 a 40 indios por cabeza; "dejando - se lee en la "Guzmánica" reseña del nieto - a los demás para beneficiarlos en otras poblaciones y conquistas que en adelante ocurriesen, porque con el corto número de indios no le fue fácil gratificar a todos a proporción de los grandes trabajos que les había visto pasar".
Legalizado su poder, el Caudillo designó por su Teniente General a Gonzalo de Mendoza (su yerno); y a fin de evitarse conflictos con el Cabildo nombró Alcaldes ordinarios a Francisco Ortiz de Vergara (asimismo yerno suyo) y a Juan de Salazar de Espinosa (con quien se reconcilió definitivamente); y Alguacil Mayor de la provincia a Alonso Riquelme de Guzmán (su hijo político también). No es de extrañar que el cronista Ruy Díaz de Guzmán (su nieto) fuera de opinión que "con estas elecciones estaba la república en el mejor establecimiento que jamás se había visto".
Por otra parte, la gran mayoría del embrionario recinto paraguayo opinaba lo mismo. Barco de Centenera (que no pertenecía a la familia gobernante) así lo asevera en la siguiente estrofa:
"Los nuestros paragüenses cosa mala,
"jamás confesarán que hizo Irala".
Lo que quiere decir que la oposición a su gobierno y a su persona prácticamente no existían a esta altura de la carrera política suya. Su antiguo enemigo Ruy Díaz Melgarejo (que después de un largo destierro había vuelto a la Asunción), fue, por las dudas, honorablemente alejado de la ciudad; Irala le confió la fundación de un pueblo en la ruta de Santa Catalina, en la región del Guayrá. Y sobre la base de aquel establecimiento de Ontiveros trasladado - como dije - un poco más al norte, Melgarejo fundó en 1557 a "Ciudad Real".
Testamento de Irala; estimativa acerca del mestizaje y muerte del Gran Caudillo
El 13-III-1556, Irala le entregó al Escribano Juan de Balderas su testamento ológrafo. A pesar de no tener aún cumplidos los 47 años se sentía cansado, envejecido, con el melancólico presentimiento de haberse ya cumplido su destino en este mundo. En verdad, la carrera de gobernante estaba plenamente lograda. Desde sus primeras actuaciones como conquistador en el Rio de la Plata, se dió de lleno a pacificar estas regiones, con mayoría de tribus hostiles, a las que dominó y atrajo al vasallaje de Castilla; para finalmente hacerse querer por los indios como un padre. Después del motín contra Alvar Núñez, cundió la anarquía entre los propios camaradas divididos en bandos; pero el Caudillo encontró la manera de imponer la autoridad en la colonia a su cargo, combinando la astucia con la firmeza, la sutileza con la fuerza. Todo ello hubo de valerle la adhesión entusiasta de los pobladores asunceños, pues como dijo el poeta:
"Estando el pueblo muy ufano
"al gusto y paladar de su medida,
"juzgaron por consejo bueno y sano
"a Irala obedecer toda la vida".
Es que el espíritu realista de Irala supo adaptarse al ambiente que lo rodeaba y desechar los mitos sobre incógnitas comarcas opulentas que enriquecerían a los conquistadores de la noche a la mañana. Sus afanes se dedicaron, en cambio, a transformar en ciudad el reducto precario de la Asunción; a conocer palmo a palmo el terreno de su provincia; a abrir "las puertas de la tierra" - o sea establecer los caminos que sacaron al Paraguay de su aislamiento original, a fin de comunicarlo con los españoles del Perú y con los portugueses del Brasil. Como se ve, jamás perdió de vista el suelo que pisaban sus pies. Su ejemplo, por eso, cundió entre sus subordinados que lo ayudaron a fundar, en plena selva, una comunidad laboriosa y organizada, donde:
"Cualquiera procuraba hacer
"casas, estancias y hacienda.
"Y aunque la dulce España deseaba,
"el imposible visto,
"trabajaba cualquiera.
"Por donde todos eran labradores,
"monteros, hortelanos, pescadores".
Y por si esto no resultara bastante, esos recios conquistadores hispanos, a ejemplo de su Caudillo, vinculáronse con los indígenas del contorno, y entrañablemente con sus mujeres, convirtiéndolas en madres de una estirpe predestinada a gravitar en la historia del futuro. La monogamia católica, por cierto, no quedó bien parada en aquel fértil ámbito guaraní. ¿Cómo habían de rechazar los españoles el íntimo contacto con "las fembras placenteras", si estas eran obsequiadas por sus propios padres y hermanos como prendas de paz? ¿Cómo desairar a los obsequiantes con un repudio, si en los hábitos del país tal regalo comportaba el más preciado don que los terrícolas podían ofrecer a un extranjero? Los sacerdotes de la época tuvieron manga ancha, toleraron esa realidad, y no se privó de asistencia religiosa a ningún amancebado ni criatura barragana quedó sin bautizar; aunque el mestizaje careciera a menudo de acuerdo previo entre las partes. El capellán Martín González, en una de sus interesantes cartas fechadas el 25-VI-1556, refiere que Irala "tenía la mala costumbre de chinchorrear y quitar las indias a los indios, así para él como para dar a otros que con él habían ido". Como quiera, dicha cruza racial no trajo desmedro alguno para los vástagos derivados del fogoso "chinchorreador". Mi dieciochesco pariente Juan Francisco de Aguirre Uztáriz, en su extenso Discurso Histórico señala con verdad "que los hijos de conquistadores fueron declarados generalmente como hidalgos de Castilla, aún los soldados menos conocidos, y por consiguiente no hay honra ni nobleza mayor en las Indias que descender de ellos, sea por la línea que fuese".
Así pues, gracias a Domingo Martínez de Irala los sobrevivientes de la maltrecha falange de don Pedro de Mendoza, sustraídos para siempre de la Europa renacentista que los había formado, arraigaron en el corazón del continente sudamericano, ganándolo, en definitiva, para la civilización occidental.
Un día el Gobernador salió campo afuera - jinete, quizás, en su caballo "morcillo" (oscuro tapado) que figura en su testamento -, y galopó hacia cierto pueblo del monte donde los indígenas trabajaban en la construcción de una "capilla y sagrario" de madera para la Catedral. Al pronto, se sintió enfermo y le empezó a subir la fiebre. Una "calentura lenta poco a poco le consumía quitándole la gana de comer, que le resultó un flujo de vientre que le fue forzoso venir a la ciudad en una hamaca" - recuerda Ruy Díaz de Guzmán. Instalado en su morada agravóse el achaque, y el 3-X-1556, el paciente falleció víctima del "dolor de costado" (pulmonía o neumonia, asociada con trastornos gastro intestinales, como lo diagnosticaría un médico moderno). Su cuerpo, después de solemnes pompas fúnebres y reiterados oficios religiosos, recibió sepultura en la Iglesia Mayor de la Asunción.
Domingo Martínez de Irala nunca contrajo matrimonio, ni constituyó lo que llamaríamos una familia regularmente organizada, por lo que es imposible determinar con exactitud la prole de dicho patriarca guipuzcoano, émulo de Abraham en guaranítica selva prometida. Mi atávico genitor solo reconoció en su testamento a 9 hijos, "que tiene y Dios le ha dado", habidos en un verdadero plantel de 7 madres indias, "mis criadas" - como él las denominó en ese famoso documento. [2]
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