Notas |
- Félix de la Roza y de la Quintana era porteño, nació por 1792, hijo del Coronel de los Reales Ejércitos y, después, Administrador de Correos de Lima, Félix de la Rosa y Sande y de María Fermina Josefa de la Quintana y Aoiz, casados el 14-IV-1788 en Buenos Aires. Doña María Fermina, por su parte, era hija del Brigadier General José Ignacio de la Quintana y Riglos y de Petronila de Aoiz y Larrazabal; nieta paterna del Veedor del Presidio de Buenos Aires y prominente vecino Nicolás de la Quintana y Echeverría, y de su mujer Leocadia Francisca Javiera de Riglos y Torres Gaete (de cuyas genealogías respectivas me he ocupado extensamente en lugar aparte); y nieta materna del General y Regidor bonaerense, aunque madrileño de nacimiento, Pablo de Aoiz y de la Torre, y de Tomasa de Larrazabal y Avellaneda Lavayan. Resultaba, pues, Félix de la Roza y de la Quintana, primo hermano de Remedios Escalada y de la Quintana de San Martín, y primo segundo de mi tatarabuelo Manuel Hermenegildo de Aguirre y Lajarrota de la Quintana. No salido aún de la adolescencia, Félix fue enviado por sus padres a España, a la Academia Militar de Segovia, donde egresó como oficial de artillería. Con el grado de Capitán graduado de Teniente Coronel lo destinaron a prestar servicios en el ejército realista del Alto Perú. Allí, en el cuartel general de Cotagaita lo encontró en 1816 su antiguo compañero de estudios, paisano y amigo desde la niñez Tomás de Iriarte, quien afectuosamente lo recuerda en sus Memorias. "La Roza - escribe dicho militar - era Comandante general de artillería y por lo tanto más antiguo que yo. Me hospedé en su casa; nos queríamos como hermanos ... desde mi primer encuentro con aquel amigo tan querido, le descubrí mi corazón, asegurándole que mi venida a América tenía por objeto no pelear contra los independientes sino unirme a ellos; él me manifestó que sus sentimientos eran igualmente patrióticos, pero que no podía hacer el sacrificio de separarse de su familia que pertenecía al partido del Rey; le eché en cara haberse batido contra los patriotas en Sipe Sipe, y esta reconvención lo exasperó en alto grado; me dijo que era más patriota que yo, y en prueba de ello me propuso que volásemos los almacenes y parque del ejército, que de este modo la ruina del ejército real era segura. Si yo le hubiese dado mi palabra, La Roza era capaz de llevar a efecto una proposición tan diabólicamente desatinada; pero yo al mismo tiempo que le hice ver lo inicuo de un proceder semejante, rechacé el medio como indigno de un hombre de honor. La Roza lo tenía, pero en aquel momento había perdido la razón, transportado de enojo por mi reconvención. Esta acalorada discusión concluyó por comprometernos entrambos a tomar partido con nuestros paisanos, y yo quedé muy contento del nuevo prosélito que acababa de hacer para la causa de mi país, porque La Roza era oficial valiente y de conocimientos en su profesión". Cuando la gran ofensiva de La Serna a los territorios del norte argentino - en la que participó mi tatarabuelo el Coronel Castro -, La Roza quedó al frente de un destacamento en Humahuaca, con la misión de sostener este punto a retaguardia, mientras las tropas Reales avanzaban hacia Jujuy y Salta por la quebrada epónima. En la noche del 1-III-1817, aquel punto fortificado fue sorpresivamente tomado por una partida de gauchos que mandaba Manuel Eduardo Arias, dirigidos por el Teniente jujeño Manuel del Portal, quien, poco antes, había caído prisionero de Olañeta y logrado escapar de Humahuaca, por lo que conocía bien sus fortificaciones. "A los primeros disparos de los centinelas - refiere Iriarte - La Roza, que estaba alojado en una casa al pié del morro de Santa Bárbara donde había una batería que yo construí, salió con dirección a esta batería. Portal lo alcanzó en la cuesta y le intimó rendición; La Roza le dijo; no me mate usted que soy porteño, soy primo del General San Martín, y no había acabado de hablar, cuando el indigno Portal lo había asesinado. La pérdida de Humahuaca hacía muy difícil la posición del ejército español; era aquel el único punto intermedio de comunicación con las provincias del Perú, y por consiguiente el ejército quedaba aislado y sin noticias del interior". Meses después, los efectivos de La Serna en plena retirada pasaron por Humahuaca; "el pueblo estaba enteramente solitario - recuerda Iriarte -; muchas de las habitaciones conservaban los vestigios sangrientos de la noche de la sorpresa. Me dirigí al morro de Santa Bárbara en cuya falda sabía que estaba sepultado el cadáver de La Roza, y de otros desgraciados que habían perecido la misma noche. Después de haber reconocido varios esqueletos encontré el de mi amigo; otro que yo no lo habría conocido, porque estaba desfigurado, pero yo tenía signos inequívocos, le faltaban algunas muelas; lloré sobre los restos de aquel amigo desgraciado que la hoz de la muerte había segado en una edad tan temprana, y al que había estado unido desde la infancia; y volví a sepultarlo en el mismo sitio, despidiéndome de él para siempre".
|